viernes, 1 de julio de 2011

Ya somos inundación


La escena es y será siempre la misma: en los pueblos sumergidos en el agua la familia comparte unas tablas para medio dormir, medio cocinar y ver pasar las horas. En algún palo una gallina se pone a salvo, del agua y del gallo, y en otra tabla un perro flaco deja de ladrar por temor a caerse.


Las canoas entran hasta media casa, los niños se zambullen desde los techos y árboles mientras los más pequeños se pintan la cara con el propio moco, varios de ellos con un remiendo de calzoncillo colgado y otros desnudos con su recocha de parásitos en la barriga.

Y al fondo del rancho, casi en penumbras, algún anciano mira hacia fuera, de medio lado, encorvado y convencido de que así será por los siglos de los siglos porque él y todo el escenario hace parte de ese Hombre Anfibio que describió el sociólogo Fals Borda: vive en el agua y en la tierra, y ahora mucho más tiempo en el agua por las inundaciones cada vez más prolongadas.

Por efecto de la evolución de las especies y la adaptación al medio, la gente vive las inundaciones, las sabe esperar, en ella se engendra y se muere y aunque ruega a Dios que bajen pronto las aguas, las lleva en la piel como al calor y al mosquito.

No es que estemos condenados a la tragedia de las inundaciones pero creo que ya deberíamos ir incluyéndolas en la cosmogonía del Hombre Anfibio, es decir, en la noción de su mundo, su origen, en la forma habitual de entender el entorno en que vive.

En otras palabras, convencernos de que no sólo somos agua y tierra, también somos inundación porque la gente de río y ciénaga sabe que las cosas no van a cambiar. Ni el agua va a aflojar porque ya no hay “época de lluvia”, ahora llueve todo el año; ni la ayuda oficial va a pasar de las colchonetas, los mercados, la medicina y quizás un terraplén que en poco tiempo se caerá.

Y menos aun van a querer salir de sus casas. Para muchas poblaciones anfibias son más de 150 años viendo subir y bajar el agua, tal vez no con la furia de hoy, pero no está en la mente de alguien abandonar su casa y mucho menos refundar sus pueblos en otras regiones.

Por eso cada vez nos sorprendemos menos y nos resignamos más, porque en nuestro imaginario ya es común, sea malo o bueno, verse viviendo bajo el agua. Es más, me atrevería a pensar que a nuestra gente anfibia no le preocupa tanto el agua en las rodillas como la ayuda para poder trabajar la tierra y para acceder a educación y salud.

De todas formas, entregados o no a esa cosmogonía, no puede ser que la única forma de saber dónde quedan los pueblos más pobres y ocultos de nuestro país sea por las inundaciones.

Y lo peor: no puede ser que en Colombia a las inundaciones les pase lo que a la guerra: es una tragedia cuando afectan a las ciudades, mientras tanto son “una vaina grave” por allá lejos “no recuerdo dónde”...

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